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Chronica naturae, 8 (2021).  ISSN: 2253-6280

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El investigador invitado

Chronica naturae, 8: 13-20 (2021)

Las praderas submarinas: de la nada al ser.

Javier Romero

Departamento de Ecología, Universidad de Barcelona.

jromero@ub.edu

Nada más lejos de mi intención que maridar praderas y filosofía, así que perdonad un título que tiene un leve aroma fenomenológico o existencialista. Pero cuando los editores de Chronica Naturae tuvieron la gentileza de pedirme un artículo para este monográfico, tocó escoger entre mirar hacia adelante y mirar hacia atrás, y escogí lo segundo, tal vez porque los más jóvenes se encargarán mejor que yo de lo primero, y los que ya tenemos una edad no es que seamos especialmente buenos en lo segundo, pero al menos tenemos más dilatada perspectiva. Además, lo de mirar hacia atrás, si se hace sin ira ni nostalgia, puede ser un ejercicio enriquecedor. Así que me pregunto sobre lo más importante que les ha sucedido a las praderas submarinas en este tiempo, hago pasar a cámara rápida lo que he visto, vivido y aprendido a lo largo de mi vida académica (y un poquito más atrás), y ya tengo la respuesta: han pasado de la nada al ser.
A lo largo del último medio siglo (y pico), las praderas se han incorporado a la conciencia (me parece inútil añadir el epíteto “ambiental”) de nuestra sociedad, conciencia entendida como conocimiento reflexivo de la realidad. Esse est percipi (ser es ser percibido): si admitimos que solo existe aquello que conocemos (y aquí imploro el perdón de los filósofos si reduzco ciertas escuelas de pensamiento a una simple caricatura), no nos queda otro remedio que concluir que algunos privilegiados por fecha de nacimiento hemos asistido, sin darnos casi cuenta, al despertar a la existencia de las praderas submarinas (y de sus primas, las intermareales, que también de ellas se habla en este monográfico).

Unas plantas terrestres que viven en el mar

A este despertar me incorporé con algo de retraso, y por supuesto sin darme cuenta ni por asomo. Fue hacia 1976, cuando empecé a colaborar en el Departamento de Ecología de la Universidad de Barcelona, colaboración que fructificó en una tesina sobre algas (dura de roer, la taxonomía…); las posidonias no eran entonces para mí más que un simple sustrato sobre el que podían asentarse muchas algas, oh juvenil ignorancia. Poco más tarde, en 1980, cuando andaba un poco desconcertado ante el reto de buscar un tema atractivo para mi tesis doctoral, un buen día Margalef se me acercó, y con aquella sonrisa tan suya, me dijo: “Esas plantas… esas plantas terrestres que viven en el mar, ¿no cree que se podría hacer algo con ellas?”. Siguieron comentarios (a los que me temo que yo solo respondí con balbuceos) que recuerdo de manera imprecisa, sobre cómo algunas adaptaciones de los organismos a ciertos ambientes adquirían un sentido (¿o dijo utilidad?) diferente si estos organismos colonizaban ambientes nuevos. “Una especie de transferencia tecnológica”, creo que fueron las palabras que utilizó sobre la singularidad evolutiva del hecho de que tal “tecnología” (raíces, lignina, haces conductores, espacios vacíos para transporte de gases…) seguramente jamás habría aparecido en el medio marino sin el rodeo terrestre. Margalef era tremendamente generoso con sus ideas, muy a menudo fogonazos creativos que le gustaba compartir con cualquiera, incluso con el último estudiantillo, que era lo que yo era entonces. Aquel día ya no hablamos más, él siguió su camino y yo me quedé sumido en hondas y maravillosas cavilaciones de las que, me temo, todavía sigo algo cautivo. Poco me imaginaba yo que acababa de producirse un cambio de rumbo en mi vida como investigador, rumbo que sería el dominante durante los más de cuarenta años siguientes, y que la mayor parte de mi exploración personal del mundo de la ecología y de sus recovecos iba a hacerse, en gran medida, de la mano de esas plantas terrestres que viven en el mar. Tampoco me imaginaba yo que, tras esos cuarenta años, me iba a haber labrado una modesta reputación en el mundillo, y que me iban a pedir un artículo como investigador invitado en un número de Chronica naturae monográficamente dedicado a las praderas. De hecho, y para ser sincero, ni siquiera me podía imaginar un número monográfico dedicado a ellas.

Fotografía: Javier Romero.

Me gustaría ser un sesudo pensador para explicar con brillante léxico, de manera estructurada y en contexto descrito con erudición, de qué manera las praderas submarinas han pasado de ser poco menos que ignoradas a adquirir una relativa notoriedad o protagonismo. Como no lo soy, seguiré el viejo principio de subdividir un problema complejo en otros más sencillos. Por lo tanto, aceptemos como punto de partida que el tránsito de la nada al ser se ha producido al menos siguiendo tres caminos, o tres ejes, o tres planos: ciencia, sociedad y administración. Tres caminos-ejes-planos, me apresuro a decir, en absoluto ortogonales, sino que se cortan en ángulos inverosímiles y variables, blandos casi diría yo, que probablemente solo un Dalí hubiera sido capaz de representar [Nota: dos variables ortogonales, en estadística, son aquellas que no están correlacionadas, es decir, que son estadísticamente independientes; perdóneseme la pedantería].

En los años 50 del siglo pasado, por poner el origen temporal en alguna parte, las praderas submarinas no existían (dando a la palabra existir el sentido mencionado al principio, es decir, existencia como sinónimo de aquello de lo que tenemos conciencia), o su ser era tan tenue que podríamos decir que eran casi transparentes. Las gentes del mar, pescadores o habitantes de pueblos costeros que les pudieran dar algún uso marginal, los hidrógrafos que anotaban “Alg.” en la carta cada vez que su escandallo subía con alguna hoja de Posidonia pegada al sebo, contados naturalistas o científicos que en aquel remoto entonces se habían atrevido a meter la cabeza bajo el agua, entre otros, fueron los miembros del selecto y restringido club de conocedores. Luego el club se fue ampliando, creciendo con velocidad heterogéneamente acelerada y con múltiples asimetrías no exentas de tensión entre sus componentes sobre los distintos ejes mencionados.

La ciencia

Desde el punto de vista de la ciencia, si tuviera dotes artísticas, creo que, en vez de escribir este párrafo, prepararía un dibujo animado que representara el crecimiento de una pequeña plántula que, pasando por un arbusto más bien desmedrado, terminara como un árbol ramificado y frondoso. Las ramas serían, por supuesto, las distintas líneas de investigación que han ido surgiendo, y cada hoja correspondería a un artículo científico. Se trataría de un árbol de ramas retorcidas y llenas de nudos, a veces entrelazadas, a veces fusionadas en complejas anastomosis, algunas bien crecidas y ramificadas a su vez, otras incipientes, incluso algunas ya muertas. Y, desde luego, un árbol de denso follaje, tal vez incluso excesivo, con hojas en algunas zonas haciéndose sombra unas a otras. Los miles de artículos científicos publicados sobre las praderas, y hablo aquí ahora de las praderas submarinas mediterráneas, aunque solo sea por acotar un poco, desde los precursores de la escuela francesa hasta nuestros días, decenas de miles si vamos más allá del estrecho corsé de las revistas homologadas (es decir, con índice de impacto), constituyen un acervo descomunal. Tales cifras, evidentemente abrumadoras, dejan claro el interés que suscitan en la comunidad científica estas plantas y sus ecosistemas, aunque quedaría pendiente un escrutinio crítico de tan ingente volumen de publicaciones. Si alguien se animara a intentarlo, seguro que la comunidad científica se lo agradecería. Yo al menos agradecería hallar respuesta a dos preguntas. La primera, si el esfuerzo ha estado siempre bien orientado, si las preguntas planteadas han sido siempre las más adecuadas y necesarias para hacer avanzar el conocimiento de la naturaleza, si el dinero gastado por la sociedad en toda esta investigación ha estado siempre bien invertido… o si se ha ido por los caminos más fáciles, si entre todos hemos contribuido a una cierta burbuja. Pienso, o quiero pensar, que hay mucho más de lo primero que de lo segundo, pero me gustaría que alguien me aclarara en qué medida. La segunda pregunta es de qué manera el estudio de la ecología de las praderas se ha ido inscribiendo en el contexto de la ecología general, si se ha ido a remolque o se han aportado ideas, si se ha avanzado trenzando el progreso con el de la ecología en sentido amplio o se ha ido por caminos paralelos. En otras palabras: si las praderas submarinas han sido viveros de nuevas ideas o simples terrenos abonados donde recibir ideas de otros campos. Una vez más, la pregunta es, en realidad, cuánto de lo uno y cuánto de lo otro.

La sociedad

Que la sociedad ha adquirido conciencia de estos ecosistemas lo pone en evidencia un indicador infalible: hogaño, la prensa se ocupa de ellos. Por supuesto, lo hace en mucha menor medida que de los asuntos importantes, como asesinatos, corrupciones, bolsa, cotilleos, deportes, tertulias y demás; aun así, lo hace con una cierta (y por supuesto muy modesta) reiteración. ¿Será que el ciudadano medio se ha enterado gracias a la prensa de que existía algo llamado praderas submarinas, o será que la prensa se ocupa de ello porque el ciudadano medio tiene (un leve) interés? Salir en las noticias es adquirir carta de realidad, y adquirir carta de realidad ayuda a salir en las noticias. La cuestión es que los especialistas somos solicitados (de higos a brevas, sí, pero lo somos) por los periodistas, hay reportajes en televisión, y no hablo de canales temáticos sino de noticias incluso en prime time; aparecen artículos, noticias y piezas en la prensa escrita, en papel o digital. Y eso a pesar de que el diálogo entre científicos y periodistas a veces es un poco áspero y termina dejando insatisfechas a ambas partes. La compleja realidad de una investigación a menudo hiperespecializada encaja mal en la necesaria transmisión simplificada de esa realidad al gran público, más si esa transmisión debe competir por el interés de los lectores con lo que antes he llamado importante. Los “yo no he dicho eso”, “me lo han sacado de contexto”, “estos periodistas” o los “a los científicos no hay quién los entienda”, “no salen de su torre de marfil” y demás son expresiones que menudean después de las interacciones prensa-ciencia, a uno y otro lado de la interfaz. Paro, releo y reflexiono un poco: lo que acabo de decir me ha sonado a antiguo, caduco, viejuno. Así que me apresuro a rectificar, y modifico el tiempo verbal, dejándolo en “han menudeado”, o incluso, mejor “menudearon”. Es de buena ley reconocer que el oficio de periodista científico (o el componente de cultura científica en los periodistas) ha mejorado mucho, y que los científicos hemos aprendido, en mayor o menor medida, a comunicar un poco mejor. ¿Habrán contribuido a ello las praderas submarinas?

Si hoy en día preguntáramos a eso que se llama el hombre de la calle por su percepción sobre las praderas submarinas, es probable que la respuesta nos sorprendiera, pero ya no sería una tabula rasa, como hubiera sido antaño. Y a eso, además de los medios de comunicación de los que ya he hablado, han contribuido muchos otros elementos: libros divulgativos, de los que hay a docenas, folletos, posters, concursos de fotografía, programas de ciencia ciudadana… y otros que seguramente me dejo. Pero no quiero terminar este apartado sin hacer mención expresa, entre estos otros que seguramente me dejo, a dos de enorme importancia: los ecologistas, que no sé si coloco aquí acertadamente, ya que cabalgan sobre el eje social, pero actúan muy cerca de la ciencia y de la política, y, recién llegadas pero de protagonismo creciente, las redes sociales. Seguro que han tenido, y van a tener en el futuro, un gran papel, pero como mi ignorancia al respecto es oceánica, me quedo en una mención.

Fotografía: Javier Romero.

En suma, que hoy en día no me sorprende (o solo me sorprende llevando la vista bastante atrás) que el vecino me pregunte si es verdad que el alga asesina se va a comer las posidonias, el peluquero me diga que ha oído que hay flores bajo el agua y que si son bonitas, que pueda regalar a mi nieta un cuento sobre la Posidonia, que unos amigos sonrientes me muestren un vino que se llama Posidonia (sonrientes porque ya han vaciado la botella), que los chicos de las escuelas me pidan ayuda para hacer trabajos sobre el tema y que otra amiga me mande una foto de una rotonda de Formentera donde hay una escultura en homenaje a la posidonia. Total: cosas veredes, amigo Sancho, que farán fablar las piedras (que ya sé que no está en el Quijote, pero que, apócrifa y todo, es expresión de enorme utilidad, más después de ver la foto de la célebre rotonda y de la etiqueta del vino). Que sí, que la sociedad ya sabe de la existencia de la posidonia, aunque a menudo se la oiga designar con el barbarismo (por barbaridad, dicho sea con cariño) “poseidonia”.

La política

Si abrumador ha resultado el volumen de ciencia desplegado alrededor de las praderas y multitudinaria, dentro de la modestia, lo que podríamos definir como su presentación en sociedad, cabe decir, para terminar esta mirada tríptica, que arrolladora (también relativamente) ha sido su irrupción en leyes, órdenes, reglamentos, declaraciones y demás, y eso en todos los ámbitos o niveles de nuestra compleja Administración: desde el supraestatal (Unión Europea), pasando por el estatal y el autonómico, hasta el local. Posidonias y demás hierbas marinas aparecen como sujetos de protección más o menos estricta, como hábitats de interés, como responsables de que ciertos lugares sean declarados de interés comunitario, como especies centinela o como protagonistas en declaraciones de impacto.

Que la ciencia se ocupe de algo le concede el beneficio de la duda en cuanto a su existencia, y salir en las noticias otorga carta de realidad. Pero aparecer en una norma administrativa, no digamos ya en una ley… eso es como hormigonar un forjado. Si antes aludíamos a las asperezas cada vez menos ásperas en las relaciones entre prensa y ciencia, las relaciones entre Administración y ciencia cabría calificarlas, al menos, de fenómenos meteorológicos con elevado riesgo de chubascos tormentosos. Es cierto que las administraciones llaman a los científicos, solicitan y escuchan sus (nuestras) opiniones; incluso nos hacen caso de vez en cuando, casi siempre cuando les conviene, menos a menudo cuando no. El diálogo con los políticos suele ser poco fructífero; lo es mucho más con los técnicos de la Administración, aunque a cambio estos están subordinados a aquellos, y por ende su margen de actuación es estrecho. La interfaz entre ciencia y gestión genera mucho rozamiento, y el rozamiento supone disipar en forma de calor energías que podrían aprovecharse para otra cosa.

Fotografía: Javier Romero.

Hay que admitir que adaptar la difusa realidad ecológica, que intentamos ir desvelando poco a poco los investigadores, a marcos normativos que forman parte de complejos, laberínticos y vastos edificios jurídicos, no es fácil. Desde la ciencia hemos aprendido a percibir los ritmos de la naturaleza, las escalas de espacio y tiempo propios de los sistemas naturales, y muy específicamente, en el caso que nos ocupa, de las praderas, escalas tremendamente dilatadas. Cuando comparamos esos ritmos y escalas con los propios de la gestión, a menudo excesivamente anclada en la política, vemos con pesar el dramático desajuste entre unos y otros. No es de extrañar, por lo tanto, que a veces nos cojan auténticas pataletas por la sordera de los que mandan, por lo que consideramos cortedad de miras o timidez, o, más raramente, por todo lo contrario. Responder a las demandas de la Administración es un deber para los científicos, que a menudo acarrean sinsabores varios. Pero también es cierto que, quien más quien menos, se ha encontrado en situaciones en que nuestra opinión ha sido escuchada y, mejor aún, entendida y asimilada, y nos encontramos de repente con que ciencia y administración han conseguido encontrarse para dar algo, lo que sea, grande o pequeño, una decisión, un plan, una estrategia, aceptable para unos y otros. Los científicos, yo al menos, nos sentimos entonces mejor que si hubiéramos publicado un artículo en la mejor revista, y la inversión hecha por la sociedad en ciencia queda rentabilizada. De nuevo, en los años 50, o 60 pensar que esto iba a ser posible algún día era casi un delito de desvarío. 

El discreto encanto de las praderas submarinas

Todo esto es tal vez muy esquemático, y por supuesto que es totalmente discutible. Pero espero que sugiera algunas reflexiones. Para empezar, una pregunta que podría recordar a la muy manida: ¿qué fue antes, el huevo o la gallina? Convenientemente trasplantada al contexto de este artículo, quedaría más o menos en estos términos: a lo largo de este tránsito fenomenológico de la nada al ser, ¿quién (qué eje) ha sido locomotora y quién vagón, quién agente y quién paciente? O, más explícitamente: ¿ha sido la ciencia la que ha estirado, identificando la importancia de unos ecosistemas, mostrándosela a la sociedad (a través de la divulgación, pero también a través del esfuerzo en investigar e identificar los beneficios que estos sistemas naturales aportan) y la sociedad ha respondido mediante sus sistemas de comunicación y exigiendo a sus administradores? ¿O ha sido la sociedad la que, a medida que crecía su preocupación por la naturaleza, exigía a sus administradores, que a su vez buscaban respuestas en sus científicos? ¿O…? [Pista: hay seis combinaciones en total].

Me viene a la cabeza el símil astronómico del problema de los tres cuerpos. En astronomía, calcular la posición y velocidad de n cuerpos sometidos a atracción mutua y dotados de una determinada velocidad inicial es relativamente simple cuando n=2 (el huevo y la gallina, que tiene una solución obvia, fue primero el huevo) y de complejidad casi irresoluble cuando n=3 (ciencia, sociedad, administración). Ahora bien, lanzada la piedra en forma de interrogante, escondo la mano y hurto la respuesta, recurriendo a una frase que había encontrado más de una vez en manuales de física o matemáticas, “dejamos la resolución del problema como ejercicio para el lector”. Por cierto, la tal frase me sacaba de quicio en mis épocas de estudiante y siempre me hizo sospechar que el autor ignoraba la solución o le daba pereza exponerla. Ahora que, muchos años más tarde, uso esa misma frase, me doy cuenta de que mis sospechas eran plenamente fundadas, y que, efectivamente y al menos en este caso, el autor ignora la respuesta o le da pereza (eufemismo amable para esconder su incapacidad) buscarla.

Vamos llegando al final y releo lo escrito. No puedo evitar darme cuenta de que algo parecido a lo aquí explicado podría valer también para otros sistemas naturales, y que podríamos reemplazar “praderas” por coralígeno, maërl, bosques de Cystoseira, marismas o incluso selvas amazónicas, ríos y otros muchos: el relato se sostendría con pocos cambios. De hecho, eliminando las referencias a ecosistemas concretos, lo dicho hasta aquí sería un resumen, algo tosco si se quiere, de la construcción por parte de la sociedad de su conciencia de la ecología. ¿Qué tienen pues las praderas que nos lleva a mirarlas con tanto interés? Tal vez que ejercen una cierta fascinación estética o naturalista; tal vez que presentan algunas singularidades ecológicas (su capacidad de almacenamiento de carbono y las posibilidades paleoecológicas que se derivan, tratadas en este número); tal vez, y seamos un poco malos con nosotros mismos, el hecho de que las praderas puedan haberse convertido, para algunos, en una zona de confort científico. Puede que haya algo de verdad en estas tres afirmaciones, aunque espero que esa cantidad sea mínima en la tercera de ellas. Pero no son suficiente respuesta, y para hacerme perdonar mi escaqueo de unas líneas más arriba, aporto dos sugerencias. La primera, que las praderas submarinas han actuado un poco como precursoras, como punta de lanza en el desarrollo de la conciencia ecológica (marina) de la sociedad, que han sido un pequeño estandarte que ha agrupado a científicos y ecologistas, y que casi se han convertido en un icono, con toda la utilidad y fuerza simbólica de los iconos, y también con todas sus miserias de abuso y sesgo. No quiero perderme en anécdotas, pero recuerdo consultas sobre estudios de impactos de obras costeras, en que me esforzaba por transmitir cuidadosamente las alteraciones en diversos ecosistemas y al final terminaban preguntándome los promotores, angustiados: “bueno, pero esto… ¿matará a alguna posidonia o no?”. También recuerdo algún colega de algún gremio vecino quejándose de que “nuestras posidonias” escondían a sus… lo que fueran. La segunda sugerencia para responder a la pregunta de más arriba: si escribimos sobre praderas y de repente nos damos cuenta de que casi estamos escribiendo sobre la naturaleza en general… ¿no será que las praderas tienen una poderosa capacidad ejemplificadora? ¿No será que ese ecosistema es en realidad una lente que nos permite examinar principios generales de la ecología, e incluso de sus relaciones con la sociedad?

Punta de lanza, símbolo, fascinación, singularidad, paradigma… Esos son los ingredientes del discreto y profundo encanto de las praderas submarinas. Con la esperanza de que ese encanto no decaiga...